Como ya expresamos en una de nuestras anteriores reflexiones, la palabra –mental,
oral o escrita- tiene un enorme poder para animar, sanar y construir, o al contrario, para
herir, dañar y destruir.
Las palabras son la herramienta fundamental que los seres humanos tenemos para
comunicarnos unos con otros, y establecer así, relaciones importantes y positivas para
nuestra existencia. Las palabras son la mejor expresión de nuestro ser interior, la forma
de revelar lo que somos, pensamos, sentimos, deseamos, soñamos…
Es indispensable que tratemos de tener coherencia entre lo que pensamos, lo que
hacemos, lo que hablamos y lo que escribimos. Blaise Pascal dijo: “Si no actúas como
piensas, vas a terminar pensando como actúas”.
Este proceso de pensar, actuar, hablar y escribir es lo que llamamos comunicación, la
cual es vital para crecer como personas, realizarnos y construir un mundo mejor.
Como se dice en el libro de Julio y María Cristina Hidalgo, “Hablemos claro”: “De la
calidad de nuestra comunicación depende, esencialmente, la calidad de nuestras
interacciones y de nuestra vida entera, puesto que la comunicación nos permite
satisfacer nuestras necesidades fundamentales, al compartir nuestros pensamientos,
sentimientos, valores y sueños con los demás”.
En consecuencia, si queremos ser mejores y cultivar experiencias vitales estimulantes y
enriquecedoras, debemos tener mucho cuidado en nuestra comunicación diaria, estar
muy pendientes de pensar antes de hablar, en vez de lo que muchos hacen
perjudicialmente: hablan primero y después piensan. Como dice un sabio adagio:
“Habla solo cuando tus palabras sean más dulces que tu silencio”.
Un artículo publicado recientemente en el Periódico El Mundo de Medellín (Colombia)
escrito por Lucila González de Chaves expresa: “A mayor almacenamiento de ideas,
mayor necesidad de la palabra y, por consiguiente, mayor responsabilidad en el empleo
de ella. A mayor almacenamiento interior, corresponden más amabilidad en las
palabras, mayor equilibrio en el tono con que se pronuncian, mayor facilidad en el
acercamiento a los demás… A menor almacenamiento, mayor rudeza y altanería en la
palabra, más egolatría, menos comunicación amable y bondadosa. Es bueno
preguntarnos: ¿Cuánto respeto tenemos por la palabra hablada y escrita? ¿Cuánto
hemos estudiado su funcionalidad y manejo en relación con nuestro ámbito familiar,
afectivo, laboral, cultural? ¿Hemos pensado seriamente en las secuelas positivas o
dañinas que nuestra palabra puede dejar en el que escucha?”.
Meditemos sobre estas reflexiones, y a la luz de ellas evaluemos nuestra vida.
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